Interculturalidad no es comodidad

Interculturalidad no es comodidad

Lo irreversible del proceso de interculturalidad que vivimos se hace naturalidad en la vida de los jóvenes

Afortunadamente la lengua está viva y seguimos creando conceptos a la par con nuestros cambios. Unas veces conviven palabras antiguas y conceptos nuevos con bastante soltura; otras, los sonidos resultan extraños y obsoletos. Por ejemplo, éste parece ser el caso de la indulgencia, concepto vigente al que conviene apelar a pesar de la reticencia que produce el sonido de la palabra. Y como ésta, muchas palabras más. En cambio, un concepto bastante nuevo, como es el de interculturalidad, combina bien con un sonido familiar a nuestros oídos, la palabra cultura.

La interculturalidad es algo nuevo y que se renueva constantemente, porque se trata de la convivencia activa, de construir algo con lo que yo tengo y lo que tú tienes. Hoy, cuando las fronteras tienden a desaparecer y en vez de devaluarse la moneda nacional lo hace el petróleo, la interculturalidad es lo más normal del mundo. Por ejemplo, Occidente convive con el mundo árabe-musulmán; y los pueblos andinos, por su parte, habitan las costas hablando en una mezcla que conjuga los idiomas de las costas con los de la región andina, al tiempo que degustan sus propios platos junto con la «comida chatarra».

Fotografía: Pixabay

La interculturalidad no tiene nada de comodidad, y no por ello es mala o fea (conceptos que están en cuarentena porque ya nada es tan absoluto). Convivir codo a codo con culturas, costumbres, convicciones muy diversas obliga a tomar partido. La tolerancia —concepto que hace menos de una década estuvo sobre el tapete—, hoy no sirve. Recordemos que tolerancia es sinónimo de soportar, ni siquiera es respetar; solamente soportar la existencia de algo que no me gusta. La tolerancia hoy por hoy es breve y transitoria, porque por obligación hay que tomar partido: o me inculturizo (me adapto y comparto cosas) o vivo contra el mundo que me resulta adverso, porque no me adapto a él (pero eso, por el momento, es una enfermedad, o varias).

Antes —no hace mucho tiempo— los niños casi no contaban en las decisiones de los adultos; ellos tenían que aprender a adaptarse (a veces sobrevivir) a las decisiones —o a las no-decisiones— de los adultos; decisiones que configuraban el entorno en el que vivían. Sin embargo, hoy, los jóvenes toman parte en las decisiones y nos dan grandes lecciones. Su capacidad de aprendizaje y su poco aferramiento a las costumbres hacen que se den pasos en la convivencia intercultural que nos empujan a tener que sonreír al vecino: ¿cómo no hacerlo, si mi hijo se da besos con su hija?

Pero el camino es largo: la dosis de profundidad para entender un beso requiere de muchos pasos previos, de respeto, de lectura, de observación y de silencio. Por eso, la inculturalidad —que también es un negocio, que responde a injusticias que obligan a las personas a irse de sus lugares de origen—, es, por sobre todas las cosas, un ejercicio de la libertad. Somos tan libres que podemos desarrollar nuestra propia vida con todo lo que el otro me muestra de la suya y eso, además, es profundamente bello.

Elisabet JUANOLA
Periodista
Santiago de Chile
Publicado en RE 55

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