La pobreza del enfermo

La pobreza del enfermo

Cuando una persona enferma gravemente toma consciencia de que hay cosas mucho más importantes que el dinero, el prestigio y el poder. ¿De qué le sirven si no le obedece su cuerpo? Ordenas al pie que se mueva, pero, si está paralizado, este no obedece. Te quieres levantar de la cama, pero, si estás con fiebre y muy cansado, no puedes. Quieres una comida buena y cara, pero por mucho dinero que tengas, si tu cuerpo no te lo acepta, no la puedes comer.

¿No es esta, la pobreza de los enfermos, la peor pobreza de todas?

Estamos viviendo –y parece que todavía durará una temporada– la pandemia que ha paralizado tanto los países ricos como los pobres. ¿De qué sirve en EEUU, el país considerado más rico del mundo, serlo, cuando está en lo más alto del ranking de muertos y afectados por la COVID19? Se ha planteado la dicotomía de qué es primero: la salud o la economía. Como si no fueran dos elementos muy interdependientes. Sin salud no puedes trabajar y si te quedas en paro, ¿no es esto una enfermedad social?

Esta pandemia ¿no debería hacernos repensar nuestra manera de vivir, el sentido que le damos a nuestra vida, donde tenemos puesto nuestro corazón, nuestros esfuerzos?, ¿qué «ídolos» adoramos, qué mundo queremos dejar a nuestros hijos y nietos?

De entre las enfermedades, las hay más limitadoras y estigmatizantes que otras, como las enfermedades mentales. La depresión, por ejemplo, hace que todo tú te hagas daño: duele el vivir, aunque tengas mucho dinero en el banco. ¿No es una gran pobreza?

Otras enfermedades como el cáncer diseminado o «irresecable», o sufrir una ELA (Esclerosis Lateral Amiotrófica) u otra enfermedad grave, te hacen saber que te vas a morir en poco tiempo. Se acaba tu vida, tengas la riqueza material que tengas, eres pobre en tiempo.

¿Se puede ser feliz viviendo con la pobreza de una enfermedad? Pues depende de los objetivos, expectativas, esperanzas, ilusiones, sentido que le des a tu vida, en el que te bases para decir que vives una vida de éxito. Si solo cultivas tu «ego» en lugar del «yo» y quieres conseguir dinero, prestigio, poder, queda claro que la enfermedad te hará un infeliz. Si basas tu felicidad en amar, en servir a los demás, en no ser un egocéntrico, si estás descentrado, podrás continuar y seguir siendo feliz estando enfermo hasta el día de la muerte o de perder el conocimiento.

La enfermedad es una oportunidad para revisar nuestra vida y nuestras prioridades y creencias. Solo el amor hace feliz, solo el servicio, producto del amor, da un verdadero sentido a la vida, que no desaparece cuando tienes un contratiempo, cuando te aparece una enfermedad. Tienes que vivir el día de hoy, no tener nostalgia de toda la riqueza en salud que tenías ayer, antes de caer enfermo, ni viviendo en el mañana, pensando en las desgracias que te vendrán y el empeoramiento y muerte o soñando en un milagro que te cure.

Vivir el hoy significa recordar con afecto el pasado, revivir los momentos felices con alegría, y perdonarnos a nosotros mismos y a los demás en lo que nos hemos equivocado o el daño que nos han hecho, pidiendo también perdón por lo que hayamos podido hacer. Preparar el futuro con realismo, sin ponerse unos objetivos inalcanzables. Vivir disfrutando de todo lo que hoy tengo: el aire que respiro, lo que como, lo que puedo sentir (música, cantos de pájaros, etc.) y puedo ver (árboles, plantas, flores, nubes, etc.) si no estoy sordo ni ciego, que rara vez me he parado a disfrutarlo; y eso que «es gratis».

Los seguidores de Jesús tenemos su modelo de vida: las bienaventuranzas, que son caminos de felicidad. Es amar, servir, aunque cueste a veces sufrimiento, pero no rompe el sentido de la vida, la felicidad, –sufriendo con sentido no rompe la felicidad, ya lo dijo Víctor Frankl– ni ante fracasos y enfermedades; es el «ser» lo que vale. La enfermedad y la muerte de los seres queridos no rompen la felicidad profunda, ocasiona momentos de pena, que se superan y, con fe, nos podemos seguir comunicando y tenerlos cercanos (la llamada comunión de los Santos).

Pero hay que preguntarse por el sentido de nuestra vida, porque en caso contrario no nos pondremos en marcha. Debemos aceptar nuestras debilidades, limitaciones, esclavitudes, que no somos todopoderosos, que la ciencia no lo es, que la «fe» en la ciencia es una «fe», no es algo «demostrado». La pandemia nos ha puesto todo eso sobre la mesa. Para vivir la enfermedad y la etapa final de la vida con paz, serenidad y felicidad hay que saber ser y aceptar las limitaciones que van apareciendo, disfrutando de la parte de salud que me queda.

El primer mundo vivía pensando que en el siglo XXI conseguiríamos superar casi todas las enfermedades, que seríamos hombres y mujeres biónicos y con el transhumanismo se acabaría con el envejecimiento e incluso algunos habían atrevido a vaticinar que también con la muerte. Se invierten muchos millones de dólares y de euros en estas investigaciones. Un director de ingeniería de Google Ray Kurzweil, predijo que seríamos inmortales hacia el año 2050.

Todas estas promesas se han puesto en duda ante la impotencia creada en vivir la realidad de la pandemia del virus SARS-CoV-2. Y ahora se vaticinan nuevas pandemias y enfermedades si no cambiamos el estilo de vida consumista y que depreda el planeta. Nos ha mostrado nuestra fragilidad, ha creado inquietudes e incertidumbres. Ha mostrado la necesidad de la solidaridad.

La enfermedad nos permite reconocer al otro. Necesitamos –somos pobres– la ayuda de otros para sobrevivir. Quizás durante la vida no hemos valorado el otro, hemos vivido demasiado individualmente. Esto tampoco hace feliz. Somos seres sociales y nos necesitamos mutuamente.

También entre enfermos de la misma patología los hay más pobres que otros. Las desigualdades en el mundo, que son un gran escándalo, hacen que en los países pobres la asistencia sanitaria sea muy precaria. No es lo mismo coger una neumonía en el primero que en el tercer mundo, donde no hay en muchos lugares antibióticos para tratarla. ¿Cómo puede el primer mundo consentir estas injusticias y no hacer nada, seguir comprando objetos totalmente prescindibles «commodities» e ignorando la pobreza del tercer mundo, y además protestando porque unos pocos, que han sobrevivido al mediterráneo, los tenemos entre nosotros?

La esperanza en un mundo mejor no debe perderse nunca. Pero no podemos esperar pasivos. Debemos poner nuestro grano de arena y todos lo podemos hacer.

Joan VIÑAS SALAS
Miembro de la Real Academia de Medicina de Cataluña
Lleida (España)
Artículo publicado originalmente en la revista RE núm. 106, edición catalana

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