Existen diversas y destacadas reflexiones de distintos autores referidas a la acogida, que no solo es recibir y dar cabida en un espacio físico a una persona distinta a nosotros mismos, sino que, más bien, es la capacidad de hacer “lugar” al otro en la propia existencia, así como propiciar espacios habitables para, efectivamente, habitarlos y habitarnos, devenir y desarrollarse, entendido esto último no solo como existir —que ya es una gran prerrogativa— sino también como humanizar la vivencia de la hospitalidad, de otorgar cobijo que refugie y ampare a quien está necesitado de ello.
Desde este punto de vista, la vulnerabilidad, propia del ser humano, es el punto de partida del acto de acoger. El hecho de que todos somos vulnerables nos sitúa como personas dignificadas por la capacidad de acoger y ser acogidos; de cobijar y ser cobijados, ya que, en los ámbitos social, material, afectivo y espiritual —en nuestra convivencia con otros, “norteados por la naturaleza”— desde nuestros orígenes, precisamos unas condiciones mínimas de habitabilidad que nos otorguen posibilidades de crecimiento y maduración humana y, así, desarrollarnos convenientemente.
Basado en la tesis elaborada por María Bori en 2018 acerca de la caseidad (Bori, 2018), elaborada en el contexto de sus estudios de Master en Pedagogía Hospitalaria, enfocada desde la mirada de las casas de acogida, desarrollaremos este tema afirmando que esta disciplina en desarrollo —la caseidad— tiene cuatro bases fundamentales: la habitabilidad, el clima social, el desarrollo armónico y la vida saludable y, a su vez, cada uno de ellos se asienta sobre algunos pilares propios que desarrollaremos progresivamente.
En el presente artículo nos centraremos en el tercer fundamento mencionado, no obstante, en el documento citado se menciona en tercer lugar, detenernos en él permite comprender el concepto caseidad desde el desarrollo progresivo y paulatino del ser humano.
El desarrollo armónico, como tercer componente de la caseidad, se entiende como un proceso de crecimiento que implica que la persona vaya desarrollándose con el fin de llegar a sentirse segura en la convivencia con otros, propiciando ambientes saludables y, desde esta experiencia, hacer procesos de aprendizaje tanto en el plano cognitivo, como en el emocional y lo social.
El desarrollo armónico como uno de los fundamentos de la caseidad, a su vez, se sustenta en cuatro pilares, descritos de la siguiente manera:
Aprender a ser implica alcanzar la capacidad de autonomía y “florecer”, según la autora, de modo que también se alcance paulatinamente la responsabilidad personal, teniendo en cuenta que la aceptación propia pasa por el autoconocimiento y también por lo que otros nos muestran a partir de la acogida, desde la caseidad.
Por su parte, el segundo pilar es aprender a vivir juntos y nace de la convivencia con otros, pule la propia personalidad, favorecer la realización de proyectos comunes y prepara para abordar eventuales conflictos que supone la convivencia, incluso permite modificar convenientemente las conductas que se dan en las relaciones interpersonales, todo esto conducente a la consecución de valores como la comprensión mutua y la paz.
Adquirir habilidades que permitan enfrentar diversas situaciones es lo que identificamos como tercer pilar de este componente de la caseidad, aprender a ser o a actuar, con el consiguiente aprendizaje empírico, es decir, de la vida que deviene con sus altos y bajos, con sus aciertos y desaciertos, lo que favorece el trabajo en equipo y permite diversas experiencias e iniciativas sociales.
Por último, aprender a conocer es “aprender a aprender… en este último pilar tiene lugar toda la experiencia previa de vida, que permite sistematizar la sabiduría y tener conciencia de que se conoce aquello que se ha sido, vivido, experimentado” (Bori, 2018).
Soledad MATELUNA PÁEZ
Santiago de Chile
Junio de 2022