He visto tu rostro muchas veces; pero el otro día se clavó en mi memoria para siempre. Mirabas a lo lejos, oteando el horizonte. Buscabas algo o a alguien, pero sin prisa, como quien está seguro de que lo que espera, finalmente aparecerá. Poco a poco la perspectiva se amplió. Estabas sentado sobre el techo de tu casa, rodeado de un agua lodosa sobre la cual aparecían en un vasto terreno otros tejados, alguna copa de árbol. Sobre ellos, algunos otros rostros miraban en la misma dirección; como tú, esperaban…
Pienso en ti mientras desayuno un café caliente; mientras me lavo con agua corriente y jabón. Te recuerdo mientras bromeo con mis compañeros de trabajo. ¿Cómo puedo olvidar la desnudez total de tu vida? Vuelve mi memoria a ese paraje desalmado; y pienso en tu dolor, pues se han ido con el agua tus seres más queridos. Pienso en tu sed y tu temor: ¿qué comerás hoy, mañana? ¿Y después? Tu casa está arrasada, tu barrio devastado; los caminos, los puentes de tu pueblo, las fuentes, los graneros. ¿Qué significa vivir cuando lo has perdido todo menos la vida?
Te he visto correr y guarecerte con tu hijo en brazos, no sólo en Kentucky; también en Japón, en Honduras, y antes en China, Cuba y Haití; en Chiapas y en Filipinas. ¿Será que el viento y la lluvia huracanados te pasan -ciegamente- la factura del llamado desarrollo? Ya es el mundo entero quien está sufriendo los embates de la modificación del clima, que estamos torciendo a fuerza de forzar la producción de todo para que gocen unos cuantos, más de lo que tienen tiempo de gozar.
No podemos devolver la vida a quienes se perdieron arrasados e indefensos. Lo que sí sé es que no habrá valido la pena el desarrollo si no te llega a ti y a tus hermanos, los vivos, los que hoy existen. ¿De qué sirve fotografiar el espacio si tú no tienes qué comer? Los milagros de la técnica no son para las generaciones del mañana. Sólo cobran sentido si te sirven también a ti y ahora; nuestras filosofías, religiones y gobiernos, habrán llegado a su objetivo si logran que tú alcances al menos lo poco que aun anhelas: vivir con dignidad y poder amar.
¿Sabes? Yo también perdí a mi padre y a muchos compatriotas en un terrible terremoto. Entonces vi lo mejor y lo peor del ser humano: los más grandes heroísmos junto a repugnantes rapiñas. Pero ese desastre despertó en mi pueblo la conciencia de que no estaba solo; vio con asombro cómo crecía su propio valor si se une, si actúa con co-responsabilidad. Desde entonces empezó a tomar las riendas de su presente de un modo nuevo. Esta conciencia hay que renovarla en cada generación humana. Asumir las riendas de la propia historia, moverse con inteligencia compartida para crear nuevas y mejores condiciones de vida para todos.
Por eso siento que comprendo la confianza que veo en tus ojos. Intuyes que alguien está buscándote, alguien intentando salvarte. Y en verdad, es larga la cadena de las manos que desean servirte; numerosos los que se privan de alguna cosa para enviarte su ayuda, al menos la más urgente. Me uno, pues, a esa cadena de instituciones y personas que desea reconstruir tu ciudad, y lo hago con confianza aunque no todo será agua clara. Trataré, como tú, de esperar sin desfallecer. No sólo con fe en lo Alto, sino también en eso bueno, generoso, noble, que hay en la gente y que se pone en marcha en estas circunstancias. Estoy segura de que, cuando llegue el momento, tú también pondrás tu parte.
Leticia SOBERÓN MAINERO
Psicóloga y doctora en comunicación
Madrid, agosto 2022