El uso del lenguaje es determinante en la construcción de la paz. Cuenta el modo de hablar, gesticular, responder a los argumentos del otro. Muy a menudo, tanto en los ámbitos caseros como en los grandes medios de comunicación de masas, el lenguaje se utiliza de forma bélica, agresiva, como una forma de ataque al otro.
Basta con estar atento a la retórica deportiva y política para poder contrastar esta tesis. Entonces, el diálogo se destruye y la conversación se convierte en una lucha verbal, una especie de competición para dejar en ridículo al otro o para ponerlo en evidencia.
La pacificación del mundo también depende del uso de la palabra, del modo en que decimos las cosas, cómo respondemos a los argumentos de los demás, cómo reaccionamos a ciertas críticas, observaciones o enmiendas. El lenguaje cuenta en la construcción de la paz, porque es un reflejo de los pensamientos que brotan de la mente. Escribe Ludwig Wittgenstein: “Paz en los pensamientos. Ésta es la ansiada meta del que filosofa”. En efecto, pero para que haya paz en los pensamientos, es necesario utilizar adecuadamente el lenguaje.
Una buena metodología para avanzar en este terreno es evitar las discusiones y distinciones inútiles que, en términos generales, descomponen el corazón y cierran la puerta a la paz del corazón. Incluso, en el caso de que una persona crea que tiene razón, no es bueno aplastar al otro con los propios argumentos, tampoco es bueno, sin embargo, disimular, dándole la razón para acallarlo y acabar antes. Sería deseable que, sin vencer ni darse por vencido, pudiéramos concluir la conversación con la mayor naturalidad.
Obsesionados por hacer la contra a nuestro interlocutor, estropeamos el arte de conversar, que consiste en la escucha receptiva y en el gozo del intercambio ingenioso y alegre de palabras y sonrisas. Además, el lenguaje agresivo se vuelve contra el propio usuario, que se hace más daño a sí mismo que a su interlocutor, ya que colabora a que se acentúe cada vez más el abismo entre la mente y el lenguaje.
En la vida cotidiana y profesional carecemos de una terapia del lenguaje para purificarlo del exceso de pasión y de verbalismo. Probablemente, el miedo al silencio hace idolatrar el lenguaje hablado y, por consiguiente, la oración deja de ser un diálogo amoroso, para convertirse en un monólogo solipsista.
Un segundo elemento determinante en la construcción de la paz es la relación con la propia biografía. Es difícil poder pacificar las relaciones, poder pacificar la pequeña esfera de mundo en la que vivimos si antes no procuramos estar en paz con la propia vida, con los orígenes y el pasado. Cuando nos lamentamos, obsesivamente, por el pasado que hemos perdido o intentamos planificar egocéntricamente el futuro, no logramos la paz en la propia trayectoria biográfica.
Muy a menudo, no estamos en paz con nosotros mismos porque no acabamos de asumir el pasado o no renunciamos a controlar egocéntricamente el futuro. Y, sin embargo, los sabios de la antigüedad enseñan que el pasado es inamovible y que el futuro es incierto. Querer cambiar el pasado es absurdo; pero pretender controlar los eventos del futuro es ingenuo.
Necesitamos parar, realizar pausas para reconciliarnos con el propio pasado, con nuestra misma génesis. Necesitamos también seguir caminando sin dejar de tener la vista puesta en la meta, pero abiertos a las sorpresas que nos depara el camino en cada esquina.
Recordar el pasado puede ser un buen modo de consolidar su propia identidad y también un primer paso para reconciliarnos con los orígenes. Ahora bien, si el acto de recordar sólo sirve para lamentarlo, no vale la pena ejercitarse en el recuerdo. No cabe duda de que, en ocasiones, no es fácil vivir reconciliado con la propia génesis. Hay heridas que vienen de la infancia, de relaciones humillantes y vejatorias que dejan profundas llagas en la estructura psíquica de la persona.
Ocultar el pasado es huir por la tangente, pero asumirlo, cuando es tenebroso y difícil, requiere mucha audacia. Volvemos, una y otra vez, sobre el pasado para lamentarlo o sufrimos, innecesariamente, imaginando futuras penalidades que, después, se presentan de una manera completamente diferente a como habíamos anticipado.
Todos los grandes sabios, tanto de Occidente como de Oriente, recomiendan centrarnos en el presente, como una coraza que nos inmuniza frente a lo que amenaza la paz interior, perturbando por las puertas de los cinco sentidos. Sin embargo, no es fácil vivir con esta conciencia del presente, sin anticiparse a lo que vendrá, ni quedar atrapado por lo vivido. Es un ejercicio que nos devuelve al tiempo de la primera infancia, cuando todavía no había un pasado por recordar, ni se proyectaba un futuro esplendoroso. Sencillamente, se vivía el presente.
La paz con la propia biografía implica también aceptar la propia edad, la que ahora y en este momento tienes. Es muy difícil tener, conscientemente, en cada momento de la vida, la edad que se tiene, nada menos. Es difícil aceptar y asumir, en paz con uno mismo y en paz con la propia edad, lo que hasta ahora hemos sido o hemos dejado de ser, así como la reducción del abanico de opciones que irremisiblemente se produce, a medida que avanza la vida.
Pasamos gran parte de la vida sin vivirla. Vamos de un lugar a otro, buscando experiencias intensas, buscando paisajes inolvidables, tratando de sacar todo el néctar de la vida, pero nada acaba de llenarnos. Pensamos que más adelante la viviremos, porque ahora, en las condiciones actuales, es necesario resolver un montón de dificultades. Creemos ingenuamente que llegará un tiempo limpio de nubes, una especie de etapa de oro en la que se podrán hacer realidad los sueños. Nada es más equívoco. Esta esperanza nos desarma de la voluntad de vivir aquí y ahora una vida digna de ser recordada.
Francesc TORRALBA ROSELLÓ
Filósofo
Barcelona, España
Marzo de 2023