¿Yo soy mi cuerpo?

¿Yo soy mi cuerpo?

Se suele decir que uno no «tiene un cuerpo», sino que «es su cuerpo«. A mi entender es una gran verdad, aunque parcial como veremos.

Cada persona es irrepetible, Empieza a existir a partir de la configuración de su código genético único, cuando se unen ese espermatozoo y ese óvulo precisos que dieron lugar a su existencia. El cuerpo y su dotación genética son factores básicos que determinan, en gran medida, lo que la persona experimenta como su identidad individual. Y es la sede inevitable de todo el desarrollo de nuestra vida: complexión, color de piel, ojos y cabello, responsividad básica del sistema nervioso, genética de partida en cuanto a nuestra salud…

Al mismo tiempo, somos seres sociales. Nacemos e interactuamos desde antes de nacer, con otras personas. Primero con la madre, e inmediatamente después, con quien nos cuida, en un ambiente más o menos positivo, seguro y estimulante. Empezamos a entrar en una simbología propia de la cultura en que nacimos: gestos, ritmo de cuidados, lenguaje, tipo de alimentación. Y todo ese entorno es la base para construir el significado, el valor mayor o menor que nos daremos a nosotros mismos, a los demás y a lo que nos rodea.

Sucede que en torno a los 3 años, en situaciones normales, emerge un «yo» individual, que es la vivencia subjetiva de uno mismo, que empieza a «darse cuenta» de que existe; empieza a recoger información para valorar (asignar la calificación de «amable» o «rechazable») a ese cuerpo, al conjunto de lo que se es. De pequeños vamos interpretando lo que nos sucede, y que nos orienta, nos sitúa.

A lo largo de la infancia, cuando uno dice «yo», es un yo en construcción, en desarrollo. La identidad personal se desarrolla en un diálogo interno y externo, consigo mismo y con los demás. La persona va siendo, va sintiéndose sí misma en relación con los «tú» que le rodean.

En este diálogo y en esa construcción, incide fuertemente el entorno cultural en el que vivimos.

El factor social aquí es importante. Primero, porque el ambiente familiar más cercano nos hace de espejo. Y no siempre es un espejo amable. Con frecuencia, niños que han vivido en su casa el rechazo a su persona o a alguien que convive cercanamente, son a su vez rechazantes y generadores de bullying o acoso.  En las escuelas y en las redes, el bullying suele referirse a la valoración negativa sobre la corporalidad de las víctimas. ¡Cuánto sufrimiento inútil e injusto con los que lo padecen! Todos estamos inextricablemente unidos a nuestro cuerpo, no podemos vivir sin él. Nadie tiene mérito ni culpa sobre su dotación genética ni de cómo fue tratado en la infancia.

Nuestra sociedad digital y de la imagen da un gran valor a los modelos de belleza en boga, y millones de personas dedican mucho tiempo -si pueden- a modelarse a sí mismas de acuerdo con esos parámetros. Para la mayoría de las personas, si empiezan a vivenciar una sensación de extrañeza y rechazo del propio cuerpo, padecen infelicidad y desazón. Y origina en muchos de ellos, en nuestro tiempo, la decisión de realizarse cirugías estéticas más o menos invasivas, que homologan cada cuerpo con el estándar admitido como bello. Tratan su piel como si fuera plástico que se puede cortar por aquí o por allá sin consecuencias.

La decisión clave

Por eso, cuando culmina su desarrollo personal, la persona se ve abocada a tomar una decisión más o menos consciente: ser ella misma queriendo serlo y acogiendo su realidad, o ser ella misma rechazándose y despreciando sus fundamentos (su cuerpo, su genética, su yo).

Esta opción, según lo que decidamos hacer, nos conduce por caminos vitales muy distintos.

Asumir con sencillez nuestra realidad de base nos ayuda precisamente a desarrollar lo más posible nuestras capacidades, y comportarnos del modo que elijamos. Nos facilita cuidar el cuerpo -ese que nos configura y en el que vivimos hasta la muerte-, gestionando sus límites con buen humor y flexibilidad. A esta opción la llamamos autoestima. Conocerse, aceptarse y quererse.

Rechazar nuestro cuerpo y desarraigarnos de él, nos conducirá finalmente a un callejón sin salida de desencanto e infelicidad, aunque lo transformemos en un maniquí aparentemente perfecto. Esa perfección no se alcanzará nunca porque está en nuestra mente. Y esta escasa estima de la propia realidad nos empobrece también en las relaciones con los demás.

Ser bella según el estándar
Nos queremos homologar a la belleza estándar

Así que se suele vivir, sobre todo en la juventud, entre el deseo de aprecio por parte de otros, y el fastidio de que eso no se logra del todo.

Es difícil entendernos a nosotros mismos. Los seres humanos somos de una complejidad extraordinaria. Solemos valorar muy poco lo que nos muestran los sorprendentes descubrimientos de la neurociencia sobre cómo funciona el cerebro, cómo todo en nuestro sistema nervioso está conectado también con el sistema digestivo, cómo emergen las emociones y de qué manera y todo el resto de avances científicos acerca de la genética, la epigenética, la microbiota… Todo ello puede pasar inadvertido a quien sólo desea tener una imagen aceptada por otros.

¿Qué hacer, entonces?

Ya que nuestro ‘yo’ es capaz de tomar conciencia de sí, capaz de «darse cuenta de que se da cuenta», valorarse y plantearse objetivos, avancemos en la aceptación de los fundamentos de nuestro ser y que no podemos cambiar. Y entonces tendremos la energía y la alegría para desarrollarnos del mejor modo posible, eligiendo ser nuestra «mejor versión».

Asumir que somos nuestro cuerpo, pero también somos la actitud que tenemos respecto a él; nos configura nuestro modo de acoger la realidad o rechazarla, y en síntesis, nuestra capacidad de ser felices.

Leticia SOBERÓN MAINERO
Psicóloga y doctora en comunicación
Madrid, octubre 2023

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